La Paz, 14 ago.- “Mis padres solían llegar a los tambos de la Chijini, ahora ya no se puede porque no dejan entrar a los camiones grandes, además tanta gente que se dedica a vender fruta…están desapareciendo” comenta Marcelo Quaquira (50 años), mientras acomoda la montaña colorida que forma la naranja que descargó en la mañana.

Marcelo es un productor de fruta de la comunidad de Santa Bárbara, municipio de Coroico, en el departamento de La Paz, que desde hace más de 10 años llega con su producción al tambo El Tejar, uno de los pocos que quedan en la ciudad y que se ubica en la zona del mismo nombre.

Tambos en La PazEn este barrio, dice, se ha creado un par de tambos precisamente para dar acogida a “los productores que llegamos de los Yungas. Claro que ya no es lo mismo, no son como los de antes”, hay también tiendas, pero son revendedores los que trabajan ahí, asegura.

A lo largo de la calle Reyes Cardona, detrás de la cancha, se ubican los tambos, relativamente nuevos, Tarikuma, San José y El Tejar, en medio de tiendas que ofrecen servicio de Internet, edificios de dos y tres pisos que son alojamientos, y puestos de venta de frutas, verduras y abarrotes.

En el interior de cada uno de estos ambientes se alzan cerros de diferentes colores y matices que despiden un aroma que fácilmente se puede sentir a unos tres metros del lugar. Son montones de naranja, mandarina, plátano y manzana, entre otras frutas, que están a la espera de los eventuales compradores, que en mayor número se reúnen los fines de semana.

Marcelo cuenta que por 7.000 naranjas que descarga paga al dueño 60 bolivianos, al año realiza unos tres viajes desde su comunidad, a partir de mayo hasta septiembre como máximo, cuando ya se vende la última producción de fruta. Dependiendo de cómo sea la venta, en alguna oportunidad, cuando le pesca la noche, se queda a dormir en el tambo, que dispone de un espacio en la parte superior y ofrece payasas y frazadas para acomodarse y combatir el frío, principalmente en invierno.

Martha (48), quien también comercializa fruta, pero del Chapare, Cochabamba, no acude a los tambos, pues tiene su tienda en la calle 10 de febrero, por la misma zona de El Tejar. Ella se queja, sin embargo, por los abusos de los dueños que les alquilan los ambientes, pues hay que pagarles hasta 2.000 bolivianos al mes, cuando los réditos de su actividad son mucho más bajos.

Recuerda que antes era posible vender en el mismo camión en que se traía la fruta, porque éstos se acomodaban en la Max Paredes, lugar que era conocido como la zona de los tambos. Pasado el tiempo, y como la Alcaldía prohibió el ingreso de coches de alto tonelaje, nos trasladaron a la plaza Avaroa, dice, de donde con una ordenanza del desaparecido burgomaestre de La Paz Raúl Salmón nos trajeron a El Tejar.

Al igual que la tienda de Martha, en el lugar hay una veintena de espacios donde se expende fruta, además de los puestos que se alzan sobre tarimas en plena calle y al aire libre, sólo cobijados por chiwiñas o toldos.

Según el sociólogo investigador David Mendoza, los tambos se ubicados dentro de la economía andina, pues antes de la llegada de los españoles cumplían la función de integrar territorios y abastecer de productos a las regiones, así como también de albergues.

Como en la época prehispánica todo se realizaba “a pie”, reflexiona, los indígenas junto a sus burros y mulas se trasladaban de un lugar a otro buscando productos que no había en la región a la que pertenecían, y en ese trayecto ocupaban los tambos como sitios de pernoctación. También los empleaban para guardar alimentos para época de sequía.

Cuando llegaron los españoles, estos ambientes se readecuaron, varios pasaron a propiedad de los corregidores y otras autoridades, o se privatizaron y se consolidaron como sitios de acogida y micromercados, y no eran grandes infraestructuras como más adelante, sino incluso muros con espacios destinados a los animales, a la venta y al descanso.

Uno de los tambos más antiguos en la ciudad de La Paz es el Gran Poder, ubicado en la calle León de la Barra, según su propietario, Francisco Miranda.

En la década de los 30 aún conservaba corrales para animales de carga y talleres de herrería, porque llegaban indígenas del altiplano con sus mulas y burros. Hacia los años 40 fue adecuado para recibir a productores yungueños. Su estructura de adobe fue combinada con cemento, en especial en la parte de las gradas.

En la actualidad cuenta con siete habitaciones en las que pasar la noche en una payasa vale tres bolivianos y con frazada siete, se sirve desayuno y almuerzo, y se realiza un cobro único de entre cinco y 30 bolivianos al año por el uso del espacio, dependiendo de cuán grande sea éste. Dentro del tambo, el 60 por ciento de los usuarios tienen puestos fijos y sólo un 40 por ciento son revendedores.

En criterio de Miranda, la masiva presencia de vendedores de fruta, que se ubican en plena calle y en las puertas del tambo, hace que éste esté siendo abandonado, pues ya muy pocos recurren a él, además porque es prohibido ingresar con coches grandes a la zona, lo que obliga a la vez a descargar sólo en la noche.

Isabel (40) tiene su puesto en este espacio y recuerda que su madre le contaba que al tambo llegaban las mulas cargadas de fruta y que solían pasearse por el lugar. “Eso era, pues, cuando yo era chica, ya no me recuerdo bien”.

Mendoza hace hincapié en que en los tambos antiguamente imperaba el trueque; sin embargo, con el pasar de los años, la circulación de efectivo y el afloramiento de la modernidad se convirtieron en almacenes provisionales y centros de abastecimiento económico que funcionaban con el uso de la moneda.

Hacia los años 40, explica el investigador, los tambos aún se encontraban en las calles Illampu, Chijini, Apumalla, barrio de San Pedro y plaza San Francisco; después, con el crecimiento de las urbanizaciones y la multiplicación de los habitantes, éstos fueron rebasados, además porque se origina una lucha por la tierra y la propiedad que modifica su existencia.

En la actualidad, “los tambos son un recuerdo; si bien hay algunos, ya no cumplen la función con la que fueron concebidos en un inicio y el intercambio pasó a ser historia, pues al mejor estilo capitalista se trata de comercios”, afirma Mendoza.

El Gran Poder

La fiesta del Gran Poder en sus inicios fue impulsada por la gente que hacía uso de los tambos, asegura el sociólogo David Mendoza.

“De ahí surgieron los grupos autóctonos, claro, como se trataba de una fiesta barrial”. Hacia 1920 —continúa— los indígenas también participaban en la fiesta, que, si bien era de mestizos, daba cabida a otros grupos.

Por otro lado, los k’epiris, o cargadores, que llegaban del interior se alojaban un mes o dos en los tambos mientras trabajaban y reunían dinero para retornar a su tierra.

Mercado campesino

Los productores de fruta de los Yungas consideran óptimo contar con un mercado campesino en la ciudad, así como existen en otras urbes, de manera que la producción se pueda ofertar directamente al consumidor, sin intermediarios.

Severo López (55), productor de fruta de Coroico, considera que este espacio debe construirlo la Gobernación para que funcione al igual que el mercado de la coca, ubicado en Villa Fátima.

Un espacio de estas características facilitaría también la llegada de los productores, pues cada año deben afrontar una serie de problemas como el transporte, el estacionamiento y otros.

Martha se suma a esta demanda porque, según dice, así se evitará de pagar elevados alquileres a las dueñas de casa para vender su fruta.

Este medio pidió un criterio a la Gobernación de La Paz sobre la necesidad de edificar un mercado campesino, pero no obtuvo respuesta.

Marisol Alvarado / Cambio

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